‘’la llanura de la que hablo queda muy lejos. Suelo vislumbrarla en la voz de ciertos cantores y poetas y en la conducta de su gente de a caballo, siempre de espaldas al aquí y su chatura, siempre tan cerca del confín y del que nunca regresan como se fueron. Rayados de espinas, dolidos de sudor y silla, con la insolación y el aguacero en el cuerpo, negros de verano, negros de nube, pero eso si, luciendo el silbo y la canta’’
Luis Alberto Crespo
Narrar esta historia es contarme a mí misma, contar una tierra que me hizo sentir su abismo, su abrazo, su adentro. Desde cada horizonte luminoso de su memoria comencé a traducir sus historias, con su propio acento que es ya también el mío.
Quisiera trazar aquí todos los caminos, soltar todos los caballos, arreciar todos los inviernos y veranos, todos los amores, los amigos, las preguntas y búsquedas que me acompañaron a lo largo de todo este tiempo.
Mi sed de tierra encontró un eco en esta llanura. En esta tierra hay que asirse a su corazón encabritado y fue a través de sus poetas y copleros que aprendí a cantarle, a sentirlo, a entenderlo. Yo también soñé con ser un coplero errante, como el mítico Florentino “Cantaclaro” que va de a caballo echando los versos de la sabana. Soñé con ir recorriendo de trabajo en trabajo, de ganado en ganado, cruzando ríos crecidos y polvaredas. También soñé con la idea de los amores regados por la llanura, de los amigos y las familias, esas querencias que se vuelven un excusa para acercarse a ciertos ríos y sabanas. Sueño con hacer de esa errancia mi lugar. Mi corazón aprendió a encenderse como el sol de los venados.
En el 2007 llegué por primera vez al Casanare. Una de las primeras personas que conocí fue a un viejo llanero caporal del Hato San Pablo llamado Ricardo Daza “Peluso”. En una primera jornada que iba desde las cuatro hasta las siete de la mañana, me enseñó a montar a caballo y junto a cuarenta llaneros me transmitió la esencia de su cultura y de sus trabajos. Cuando me enseñó a cabalgar también me enseñó a vivir, a quedarme.
El galope del caballo me sembró en esta tierra y me he quedado por diez años. Yo tenía 20 años y en mi haber, unos pocos días de universidad que pronto cambié por la escuela de vida que se abrió para mí en la inmensidad del llano.
Mi manera de asumir la vida la aprendí a lomo. Mis ojos se anegaron de distancias, eso caminos donde florece el pensamiento. Errar es una trashumancia primigenia donde lo necesario para vivir cabe en un morral y lo realmente indispensable está en la confianza y el carácter de tu propio corazón.
El caballo se volvió para mi el símbolo de todas estas cosas.
Uno de los primeros caballos que conocí en el Hato llevaba por nombre ‘’Volví por verte’’, tal vez era lo mismo que yo buscaba, volver por algo que me urgía. Otro caballo que me prestaron para las faenas, de color bayo, lo nombré ‘’Adiós que me voy’’. Con el tiempo, en los Hatos me regalaron dos caballos: Chemerejure y el Secreto.
Yo me veo en su noche. El cabestro es un cordón que nos une y nos recuerda cuánta vida con sus tormentas y sus amores vivimos juntos. Yo, aprendí de los llaneros como diría el poeta, a ver florecer la respiración del caballo en la palma de mi mano.